Hace unos días leí una alegoría increíble sobre nuestra relación con la naturaleza, una representación muy puntual de este noviazgo, hasta cierto punto tóxico, que tenemos con la biosfera. La alegoría en cuestión la hallé en el libro De hormigas y dinosaurios, escrito por Cixin Liu. El autor narra la historia de un mundo prehistórico imaginario donde hormigas y dinosaurios desarrollan una relación simbiótica: los dinosaurios, grandes y poderosos pero torpes, dependen de las pequeñas pero inteligentes hormigas para tareas como higiene, tecnología y medicina. Las hormigas, a cambio, reciben protección y recursos.

Con el tiempo, esta colaboración permite un gran avance civilizatorio, pero también surgen tensiones: los dinosaurios se vuelven arrogantes, descuidados, y contaminan el medio ambiente con sus experimentos, ignorando las advertencias de las hormigas. Estas, aunque más sabias, son cada vez más explotadas y marginadas. La relación se desgasta, el ambiente se deteriora y, finalmente, la soberbia de los dinosaurios provoca la catástrofe: destruyen el equilibrio ecológico y, en un acto irresponsable, causan su propia extinción. Las hormigas sobreviven, pero no sin costos.

Esta analogía me pareció tan precisa que no pude evitar pensar en diversas historias de nuestro presente. La primera: un dato que no podemos dejar pasar, pues nos muestra cómo la realidad supera desalentadoramente a la ficción. Desde el año 2016, en México, más de 86 personas defensoras del medio ambiente han sido asesinadas, esto de acuerdo con datos de la ONG Espacio de Organizaciones de la Sociedad Civil para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas (Espacio OSC). , . La mayoría de estas personas eran indígenas defendiendo su territorio y su conocimiento ancestral.

En segundo lugar, volteemos a ver a quienes están encargados de la procuración de justicia ambiental, tanto a nivel nacional como estatal. Sin meternos aún en el accionar diario, y solo desde la comunicación, encontramos a un funcionario ambiental de Oaxaca, Agustín Elías Ramírez, director de Cambio Climático de la Secretaría del Medio Ambiente, Biodiversidad, Energías y Sustentabilidad, presumiendo en redes sociales haber comido huevos de tortuga, especie en peligro de extinción. Afortunadamente, fue removido de su cargo, pero la anécdota da cuenta del desdén institucional por las normas que ellos mismos deben aplicar y difundir.

A esto se suma una publicación reciente de la Cámara de Diputados en X (antes Twitter) que se volvió viral al afirmar erróneamente que los tiburones son mamíferos marinos. El mensaje, que buscaba celebrar la prohibición de su uso en espectáculos, evidenció el desconocimiento técnico de quienes legislan en materia ambiental. Más allá del error, el hecho refleja una desconexión profunda entre el discurso político y la realidad científica. En un país con crisis ecológicas graves, estos descuidos no son menores. Hablan de una relación superficial, y a veces irresponsable, con la naturaleza.

La relación simbiótica entre dinosaurios e insectos tal vez nos suena ajena, pero ¿de verdad lo es? Nosotros, orgullosos dominadores del siglo XXI, legislamos mal, comunicamos peor, y seguimos consumiendo especies en peligro mientras hablamos de sustentabilidad con una hoja de plátano en la mano. Tal vez el problema no es que no entendamos a los tiburones, sino que seguimos creyendo que la Tierra es nuestra mascota domesticada. Y cuando se trata de comunicación ambiental, lo que no se dice bien, simplemente no se entiende ni se protege.